El que contaba
El texto a continuación es una versión reescrita a la luz del Hexagrama 62 de un escrito anterior titulado transits — numbers publicado en el blog Despertar y mirar.
I. IGNACIO
Ignacio lo contaba todo.
Contaba los pasos, sus pensamientos, las posibilidades.
Contaba los días que faltaban para ser feliz.
Calculaba el momento exacto en que debía despertar,
como si el alma respondiera a relojes suizos.
Su mente era un laberinto con ventanas,
y desde ahí, espiaba la vida
como si pudiera entenderla antes de vivirla.
A veces, en medio de un cálculo,
se le escapaba una risa:
“¿Qué estoy haciendo?”
Pero luego volvía a la ecuación.
Una vez soñó que era un número irracional
y despertó empapado en sudor.
II. Nacho
Con el tiempo, el nombre se le encogió.
Se volvió Nacho,
como si la vida se desprendiera de firmas y apellidos.
Ya no contaba con tanto empeño,
pero seguía intentando comprender.
Nacho jugaba con las palabras,
inventaba teorías sobre el amor,
trazaba mapas mentales en servilletas.
Se reía más, dudaba más.
Pero algo no encajaba.
Por más que pensaba,
la música le llegaba antes que la lógica.
Empezó a escuchar un tambor lejano
que no venía del mundo.
Era como un latido propio,
aunque no era suyo.
A veces lo seguía.
Otras veces lo ignoraba.
Y el tambor no se ofendía:
seguía sonando.
III. dao
Un día —o tal vez ningún día en particular—
Nacho dejó de buscar la fórmula.
No fue resignación.
Sintió que el tambor estaba más cerca que nunca,
y eso era suficiente.
Ya no necesitaba entenderlo todo.
Solo estar.
Fue entonces cuando comenzó a firmar
con minúsculas:
dao.
O en los días más irónicos,
como IGNorAnCIO —
ese que, por fin, se permitía no saber,
no tener razón,
no tener nombre.
Su mirada se volvió precisa,
no porque supiera más,
sino porque veía mejor.
Escuchaba el tiempo como si fuera una música lenta.
Caminaba con palabras suaves.
Decía poco.
Pero cuando hablaba, algo se ordenaba.
Un día, alguien le preguntó:
—¿Cómo supiste que habías despertado?
Y dao respondió,
con la voz baja como una rama en flor:
—No lo supe. Solo dejé de contar.
Y justo antes de desaparecer entre las hojas,
casi como si hablara consigo mismo,
susurró al viento:
La inteligencia del alma no discute:
solo se revela cuando algo ha sido encarnado.
Todo lo demás es ruido.
Y el silencio siguió caminando en su nombre.
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